"En una entrevista reciente a Virginie Despentes en El Confidencial
que tuvo una considerable difusión en nuestro país, preguntaban a la
escritora francesa lo mismo que se plantea aquí: ¿por qué los
trabajadores votan a la derecha y a la extrema derecha? Despentes
respondía: "Ojo, no solamente los obreros votan a la extrema derecha,
también lo hacen los ricos y los privilegiados e igualmente contra sus
intereses."
Ésta es una respuesta pobre y que no debería satisfacer a nadie. Efectivamente, los ricos y los privilegiados también
votan a partidos de derecha, pero es el voto de los trabajadores lo que
debería de preocuparnos. Porque los trabajadores son, objetivamente,
una mayoría social, y los ricos y los privilegiados no lo son. Son los
votos de los trabajadores –o su abstención– los que decantan los
resultados de una elección. Po eso en las democracias contemporáneas se
invierten tantos recursos en influir en su opinión.
Cito la segunda parte de la respuesta de Despentes
porque también es significativa para la cuestión que hoy se trata aquí.
"¿Eres gay y de extrema derecha? ¿Seguro? ¿Judío y de extrema derecha?
¿Seguro? [...] al menos en Francia, hay una propaganda muy fuerte que
viene de arriba a favor de la extrema derecha, vemos a Marine Le Pen
cada día en la tele, la escuchamos en la radio, todos los días. Y los
obreros ven la tele y escuchan la radio y votan en consecuencia."
Este argumento último de Despentes no es sólo pobre:
es peligroso. La teoría de la aguja hipodérmica, según la cual el
público es una especie de receptáculo vacío que los medios de
comunicación "llenan" con sus contenidos, está totalmente desacreditada.
Además, considera que son los otros, y no uno mismo, este receptáculo
vacío. (...)
En contra de lo que cree Despentes –y muchos otros
militantes de izquierdas y ciudadanos sin filiación política–, un
discurso político no echa raíces si el terreno no le es favorable. Es
necesario señalar que muchos de los políticos y partidos que se
mencionan cuando se habla de esta cuestión no sólo no contaban con el
favor de los medios de comunicación de masas y la industria cultural,
sino que incluso contaban con una cobertura negativa y, a pesar de eso,
registraron avances importantes.
En las últimas elecciones en Estados Unidos, por
ejemplo, Hillary Clinton recibió el apoyo de 500 medios de comunicación y
Donald Trump de 28, una cifra inferior a la de los medios que pidieron
simplemente no votarlo, que fueron 30. Clinton tenía el apoyo público de
muchas estrelas del mundo del cine y la música. Pocas, en cambio,
pidieron el voto por Trump –Jon Voight y James Woods son la excepción–.
Es un caso clásico de espiral del silencio, cuando no se expresan
opiniones impopulares por temor al aislamiento social.
En todos estos políticos y partidos encontramos una
característica común: todos ellos han sido capaces de detectar el
descontento popular y explotarlo demogágicamente en beneficio propio. Un
descontento dirigido principalmente hacia esta fase de expansión del
capitalismo tardío que se ha llamado "globalización" y sus consecuencias
sociales, sentidas con mayor dureza después de la crisis financiera
mundial del 2008.
Si son capaces de hacerlo ha sido por la crisis de las dos grandes
corrientes del movimiento obrero en la segunda mitad del siglo XX, el
comunismo y la socialdemocracia, y los sindicatos asociados a esta
última. A grandes rasgos, esta crisis comienza en los setenta y se
acelera en los noventa, con la desitengración de la Unión Soviética y
del campo socialista. (...)
Limitémonos aquí a señalar dos consecuencias. La
primera, la desaparición del tejido asociativo vinculado al movimiento
comunista y a la socialdemocracia, que eran espacios de organización
política, pero también de comunicación y socialización. El segundo, que
es paralelo al primero, es la crisis del pensamiento político, que se
consolida con la difusión del postestructuralismo –más popularmente
conocido como posmodernismo– entre los intelectuales de izquierdas y su
desconexión de la realidad social.
Estas dos consecuencias dejan a los barrios
trabajadores abandonados a la deriva y expuestos sin ningún contrapeso a
una cultura de masas alienante y consumista transmitida a través de los
medios de comunicación de masas. Es este vacío político el que ha
conseguido aprovechar la nueva derecha. (...)
Ya me he referido antes a cómo muchos de estos partidos no sólo no
cuentan con el apoyo de los medios de comunicación y la industria
cultural, ni tampoco de algunos sectores de la economía –como las nuevas
tecnologías digitales–, sino incluso con su rechazo, lo que no hace
sino aumentar su atractivo a ojos de la antigua clase obrera industrial;
los hijos de ésta, que se debaten entre el paro y trabajos temporales y
mal remunerados en el sector servicios; los restos de una clase media
que teme perder su posición; y un mundo rural que es prácticamente
inexistente en el discurso de las izquierdas. (...)
Hablar de las victorias de esta derecha implica,
necesariamente, hablar de la derrota de la izquierda. El rechazo a la
izquierda por parte de la clase trabajadora, y también de sectores de la
clase media que antes votaban a partidos de izquierdas, está
relacionado con la incorporación de buena parte de la izquierda
posterior al 68 a los sistemas políticos occidentales.
Nancy Fraser
incluso ha hablado de un "neoliberalismo progresista",
que define como "una alianza de las corrientes principales de los
nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y
derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por el otro, sectores de
negocios de gama alta “simbólica” y sectores de servicios (Wall Street,
Silicon Valley y Hollywood)"
"En esta alianza, las fuerzas progresistas se han
unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo,
especialmente la financiarización [...] El resultado fue un
’neoliberalismo progresista’, amalgama de truncados ideales de
emancipación y formas letales de financiarización.
Fue esa amalgama la
que desecharon in toto los votantes de Trump.
[...] Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se
añadió el insulto del moralismo progresista, que se acostumbró a
considerarlos culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los
votantes de Trump repudiaban también el liberalismo cosmopolita
identificado con ella."
Si la lucha de las mujeres se reduce a un
pseudofeminismo meritocrático, consistente en cuotas de representación
en los consejos de administración de empresa; si el ecologismo se limita
a una opción de consumo alejada del poder adquisitivo de la clase
trabajadora; si el discurso de los derechos humanos no es más que la
caridad organizada en forma de ONG y la defensa de las denominadas
"intervenciones humanitarias", con la muerte inútil de soldados en
conflictos imperialistas; si el internacionalismo se confunde con la
defensa de la globalización, incluso –o todavía más– si se trata de una
"globalización alternativa", a los supuestos elementos enriquecedores de
la cual únicamente puede accederse a través del consumo en forma de
viajes o en forma de estudios e intercambios universitarios en el
extranjero; si la izquierda política se presenta, en definitiva, con
este programa, difícilmente esta clase trabajadora –que ya no puede
afirmarse a través del consumo como lo había hecho antes del estallido
de la crisis– puede identificarse con la nueva izquierda y considerarla
representante y defensora de sus intereses materiales.
Y esto, de lo que parece no darse cuenta la propia
nueva izquierda –no, al menos, si uno observa los debates públicos–, lo
sabe perfectamente la nueva derecha. “Cuanto más hablen de políticas de
identidad, más agarrados los tengo”, confesó el último director de
campaña de Trump, Steve Bannon, al periodista Robert Kuttner, de la revista American Prospect.
“Quiero que hablen todos los días de racismo: si la izquierda está
centrada en cuestiones de raza e identidad y nosotros en el nacionalismo
económico, aplastaremos a los Demócratas”. Razonablemente se puede
hablar –y esto es una broma a medias– de su estrategia como un "leninismo de derechas": descubrir el eslabón débil, explotar las contradicciones, crear hegemonía, atraerse a la clase trabajadora.
"¿Eres gay y de extrema derecha? ¿Seguro? ¿Judío y de
extrema derecha? ¿Seguro?", se preguntaba Despentes en la entrevista que
he mencionado antes. La señora Despentes parece estar en esto también
muy desinformada. Incluso si en muchos aspectos la nueva derecha se
apoya en planteamientos patriarcales y antisemitas –particularmente las
teorías de la conspiración– nada de lo que menciona Despentes es
incompatible.
En este espacio político encontramos homosexuales: Pim
Fortuyn, Milo Yiannopoulos, Peter Thiel, o el expresidente del Frente
Nacional francés, Florian Philippot. Este espacio político no sólo no es
antisemita, sino que en muchos casos, sobre todo en Estados Unidos, es
agresivamente prosionista.
Y no sólo: después del asesinato de Fortuyn
en Holanda un inmigrante de Cabo Verde lideró su partido, y también
sabemos por los medios de comunicación que hay hijos de inmigrantes
árabes y caribeños que apoyaron en las últimas elecciones presidenciales
a Le Pen –incluso por su propuesta de restringir la política de
inmigración, ya que ven a los nuevos inmigrantes como competidores
directos de sus puestos de trabajo–.
Las respuestas de Despentes son de todos modos
sintomáticas: pensamiento débil, declive de las categorías sociales y
universales de origen republicano, y auge de las políticas de identidad.
Lo ha explicado bien el marxista francés Jean-Loup Amselle:
"Ese declive –junto con el del universalismo— es continuo desde 1968.
Es un fenómeno lento, que procede también de la descalificación del
prisma analítico del marxismo, habida cuenta de la difamación sufrida
por el marxismo como intrínsecamente vinculado al totalitarismo."
la promoción de esta reivindicación identitaria desde
la izquierda académica ha comportado que los trabajadores "blancos"
occidentales se vean a sí mismos, en contraposición al resto de grupos,
más como "blancos", "occidentales" o incluso "cristianos" que como parte
de una cadena de producción de valor mundial en la que tienen intereses
compartidos con otros trabajadores, y hasta que aseguren haber
"descubierto" o "redescubierto" esta "identidad" que ahora consideran
prácticamente "perdida" o "amenazada".
Los políticos de la nueva derecha se convierten, así,
en los gestores "de la etnicidad y la memoria" de este grupo. No
identificándose con otros trabajadores es más fácil que los trabajadores
occidentales vean en los líderes de los partidos de la nueva derecha a
hombres y mujeres que, como se dice vulgarmente, "han triunfado", y
proyecten en ellos la aspiración a abandonar la clase a la que
objetivamente pertenecen y subir unos peldaños en la escala social, ni
que sea para recuperar el poder adquisitivo perdido con la crisis.
La diagnosis de Amselle apunta un camino para salir de
este laberinto en el cual la izquierda se ha adentrado –y hay que decir
que buena parte de sus intelectuales orgánicos se ha adentrado de buen
gusto, porque obtenían más réditos académicos y económicos y menos
quebraderos de cabeza filosóficos y laborales que ocupándose de
cuestiones políticas y económicas–. El camino pasa por abandonar un
pensamiento político que fracciona a la izquierda y la recluye en torres
de marfil incomunicadas entre sí.
Como denunció Mark Fisher en un ensayo de 2013,
este tipo de discursos nos ha llevado a un desfiladero "oscuro y
desmoralizante, donde la clase ha desaparecido y el moralismo está en
todas partes, donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el
miedo son omnipresentes: no porque estemos aterrorizados por la derecha,
sino porque hemos permitido que modos de subjetividad burguesa
contaminen nuestro movimiento."
Fisher llamó a esta nueva izquierda, con una
importante presencia en las redes sociales "el castillo del vampiro".
Sus habitantes, explicaba, son prisioneros de un triple deseo: el del sacerdote de excomunicar y condenar, el del académico pedante de ser el primero en detectar un error, y el del hipster
que quiere formar parte de un grupo en vez "de buscar un mundo en el
que todo el mundo consigue ser libre de la clasificación identitaria".
En el "castillo del vampiro" todo el mundo vive
acorralado "en campos identitarios" que son "definidos en términos
marcados por el poder dominante" y "aislados por una lógica del
solipsismo que insiste que no podemos comprender al otro si no
pertenecemos al mismo grupo". (...)
"Las figuras más elogiadas en el castillo del vampiro
son aquellas que han descubierto un nuevo mercado de sufrimiento:
quienes pueden encontrar un grupo más oprimido y sometido que cualquier
otro previamente explotado serán promovidos rápidamente en la escala."
El resultado lo han ido comprobando, como si
dijéramos, a garrotazos: a medida que la nueva derecha ha avanzado
electoralmente y han visto que existe un mundo más allá de las redes
sociales.
La solución no pasa por encerrarse en torres de marfil –y
menos todavía en torres de marfil dentro de las torres de marfil ya
existentes– ni leer medios de comunicación digitales ni ver programas de
televisión dominicales que confirmen, de manera autocomplaciente, la
manera en que vemos el mundo en lugar de escuchar otras opiniones, por
desagradables que puedan resultar.
Se trata de abandonar este pensamiento, en definitiva,
que tiene como matriz aquello que se ha llamado posmodernismo y
regresar a categorías universalistas, republicanas, que apelen a
mayorías sociales. La que no implica, evidentemente, una asunción
acrítica de las opiniones xenófobas o machistas que puedan tener muchos
trabajadores.
También recuperar, reconstruir y fortalecer el hoy
deteriorado tejido social y asociativo popular. De lo contrario, la
nueva derecha nacional-conservadora seguirá ganando terreno aquí y allá.
Y no será ninguna sorpresa." (Ángel Ferrero, Viento Sur, 18/04/18)
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