"En mi paseo me acompañan Gudberg Jónsson, un
psicólogo islandés, y Harvey Milkman, catedrático de Psicología
estadounidense que da clases en la Universidad de Reikiavik durante una
parte del curso.
Hace 20 años, cuenta Gudberg, los adolescentes
islandeses eran de los más bebedores de Europa. “El viernes por la noche
no podías caminar por las calles del centro de Reikiavik porque no te
sentías seguro”, añade Milkman. “Había una multitud de adolescentes
emborrachándose a la vista de todos”.
Nos acercamos a un gran edificio. “Y aquí tenemos la pista de patinaje cubierta”, dice Gudberg.
Hace un par de minutos hemos pasado por dos salas
dedicadas al bádminton y al pimpón. En el parque hay también una pista
de atletismo, una piscina con calefacción geotérmica y, por fin, un
grupo de niños a la vista jugando con entusiasmo al fútbol en un campo
artificial.
En este momento no hay jóvenes pasando la tarde en el
parque, explica Gudberg, porque se encuentran en las instalaciones
asistiendo a clases extraescolares o en clubs de música, danza o arte.
También puede ser que hayan salido con sus padres.
Actualmente, Islandia ocupa el primer puesto de la
clasificación europea en cuanto a adolescentes con un estilo de vida
saludable. El porcentaje de chicos de entre 15 y 16 años que habían
cogido una borrachera el mes anterior se desplomó del 42% en 1998 al 5%
en 2016. El porcentaje de los que habían consumido cannabis alguna vez ha pasado del 17 al 7%, y el de fumadores diarios de cigarrillos ha caído del 23% a tan solo el 3%.
El país ha conseguido cambiar la tendencia por una
vía al mismo tiempo radical y empírica, pero se ha basado en gran medida
en lo que se podría denominar “sentido común forzoso”. “Es el estudio
más extraordinariamente intenso y profundo sobre el estrés en la vida de
los adolescentes que he visto nunca”, elogia Milkman. “Estoy muy
impresionado de lo bien que funciona”.
Si se adoptase en otros países, sostiene, el modelo
islandés podría ser beneficioso para el bienestar psicológico y físico
general de millones de jóvenes, por no hablar de las arcas de los
organismos sanitarios o de la sociedad en su conjunto. Un argumento nada
desdeñable.
“Estuve en el ojo del huracán de la revolución de las
drogas”, cuenta Milkman mientras tomamos un té en su apartamento de
Reikiavik. A principios de la década de 1970, cuando trabajaba como
residente en el Hospital Psiquiátrico Bellevue de Nueva York, “el LSD ya
estaba de moda, y mucha gente fumaba marihuana. Había un gran interés
en por qué la gente tomaba determinadas drogas”.
La tesis doctoral de Milkman concluía que las
personas elegían la heroína o las anfetaminas dependiendo de cómo
quisiesen lidiar con el estrés. Los consumidores de heroína preferían
insensibilizarse, mientras que los que tomaban anfetaminas preferían
enfrentarse a él activamente.
Cuando su trabajo se publicó, Milkman
entró a formar parte de un grupo de investigadores reclutados por el
Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos para que
respondiesen a preguntas como por qué empieza la gente a consumir
drogas, por qué sigue haciéndolo, cuándo alcanza el umbral del abuso,
cuándo deja de consumirlas y cuándo recae.
“Cualquier chaval de la facultad podría responder a
la pregunta de por qué se empieza, y es que las drogas son fáciles de
conseguir y a los jóvenes les gusta el riesgo. También está el
aislamiento, y quizá algo de depresión”, señala.
“Pero, ¿por qué siguen
consumiendo? Así que pasé a la pregunta sobre el umbral del abuso y se
hizo la luz. Entonces viví mi propia versión del “¡eureka!”. Los chicos
podían estar al borde de la adicción incluso antes de tomar la droga,
porque la adicción estaba en la manera en que se enfrentaban a sus
problemas”.
“¿Por qué no organizar un movimiento social basado en la embriaguez natural, en que la gente se coloque
con la química de su cerebro –porque me parece evidente que la gente
quiere cambiar su estado de conciencia– sin los efectos perjudiciales de
las drogas?”
Por supuesto, el alcohol también altera la química cerebral. Es un sedante, pero lo primero que seda es el control del cerebro, lo cual puede suprimir las inhibiciones y, a dosis limitadas, reducir la ansiedad.
“La gente puede volverse adicta a la bebida, a los coches, al dinero, al sexo, a las calorías, a la cocaína… a cualquier cosa”, asegura Milkman. “La idea de la adicción comportamental se convirtió en nuestro distintivo”.
De esta idea nació otra. “¿Por qué no organizar un movimiento social basado en la embriaguez natural, en que la gente se coloque con la química de su cerebro –porque me parece evidente que la gente quiere cambiar su estado de conciencia– sin los efectos perjudiciales de las drogas?”
En 1992, su equipo de Denver había obtenido una subvención de 1,2 millones de dólares del Gobierno para crear el Proyecto Autodescubrimiento, que ofrecía a los adolescentes maneras naturales de embriagarse alternativas a los estupefacientes y el delito. Solicitaron a los profesores, así como a las enfermeras y los terapeutas de los centros escolares, que les enviasen alumnos, e incluyeron en el estudio a niños de 14 años que no pensaban que necesitasen tratamiento, pero que tenían problemas con las drogas o con delitos menores.
“No les dijimos que venían a una terapia, sino que les íbamos a enseñar algo que quisiesen aprender: música, danza, hip hop, arte o artes marciales”. La idea era que las diferentes clases pudiesen provocar una serie de alteraciones en su química cerebral y les proporcionasen lo que necesitaban para enfrentarse mejor a la vida. Mientras que algunos quizá deseasen una experiencia que les ayudase a reducir la ansiedad, otros podían estar en busca de emociones fuertes.
Al mismo tiempo, los participantes recibieron formación en capacidades para la vida, centrada en mejorar sus ideas sobre sí mismos y sobre su existencia, y su manera de interactuar con los demás. “El principio básico era que la educación sobre las drogas no funciona porque nadie le hace caso. Necesitamos capacidades básicas para llevar a la práctica esa información”, afirma Milkman. Les dijeron a los niños que el programa duraría tres meses. Algunos se quedaron cinco años. (...)" (Emma Young , El País, 07/10/17)
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